[PDF] ¿Por qué E=mc²? - Brian Cox & Jeff Forshaw descargar gratis

¿Por qué E=mc²?(¿y por qué debería importarnos?)

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¿Qué significa en realidad E=mc²? Brian Cox y Jeff Forshaw emprenden un viaje hasta las fronteras de la ciencia del siglo XXI para descubrir qué se esconde detrás de la secuencia de símbolos que conforman la ecuación más famosa de Einstein.

Explicando y simplificando las nociones de energía, masa y luz, demuestran que esa la ecuación contiene la estructura misma de la naturaleza. Para ello nos llevan hasta el CERN, en Ginebra, donde tiene lugar uno de los experimentos científicos más importantes y ambiciosos de todos los tiempos: el gran colisionador de hadrones, el famoso acelerador de partículas capaz de recrear las condiciones que existían en el universo fracciones de segundo después del big bang.
¿Por qué E=mc²?, best seller aclamado por la crítica internacional, expone una de las explicaciones más fascinantes y accesibles sobre la teoría de la relatividad y sobre cómo se relaciona con nuestro mundo contemporáneo.

Espacio y tiempo

¿Qué significan para ti las palabras «espacio» y «tiempo»? Puede que te imagines el espacio como la oscuridad que ves entre las estrellas cuando alzas la mirada hacia el firmamento en una fría noche de invierno. O quizá te imagines una nave espacial revestida de aluminio dorado que surca el vacío entre la Tierra y la Luna, engalanada con la bandera estadounidense, pilotada hacia la desolada inmensidad por exploradores de cabeza rapada con nombres como Buzz.

El tiempo puede ser el tictac de tu reloj o la manera que tienen las hojas de teñirse de rojo cuando el recorrido anual de la Tierra alrededor del Sol hace que las sombras se alarguen sobre las latitudes septentrionales por cinco milmillonésima vez. Todos sentimos intuitivamente el tiempo y el espacio, forman parte del tejido de nuestra existencia.
Nos movemos a través del espacio sobre la superficie de nuestro planeta azul viendo pasar el tiempo. Durante los últimos años del siglo XIX, una serie de avances científicos en campos aparentemente muy distintos entre sí obligaron a los físicos a revisar esta imagen sencilla e intuitiva del espacio y el tiempo.

A principios del siglo XX, Hermann Minkowski, colega y mentor de Albert Einstein, sintió la necesidad de escribir su famoso obituario de ese escenario dentro del cual los planetas orbitaban y donde se emprendían grandes viajes: «De ahora en adelante, el espacio por sí mismo y el tiempo por sí mismo están destinados a desvanecerse entre las sombras, y solo una especie de mezcla de ambos tendrá una existencia independiente».

¿A qué se refería Minkowski con una mezcla del espacio y el tiempo? Entender esta frase, con un toque místico, equivale a entender la teoría de la relatividad especial de Einstein, la teoría que dio al mundo la ecuación más famosa de todas, E = mc 2 , y puso para siempre en primer plano de nuestra forma de ver el universo la magnitud que se oculta tras el símbolo c, la velocidad de la luz. La teoría de la relatividad especial de Einstein es básicamente una descripción del espacio y el tiempo.

Para la teoría es fundamental la idea de una velocidad especial, que nada en el universo, por muy potente que sea, puede superar. Es la velocidad de la luz: 299.792.458 metros por segundo en el vacío del espacio intergaláctico. A esta velocidad, un destello de luz emitido desde la Tierra tarda unos ocho minutos en llegar al Sol, 100.000 años en atravesar nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, y más de dos millones de años en alcanzar la galaxia más próxima, Andrómeda.
Esta noche, los mayores telescopios que existen en la Tierra levantarán la vista hacia la oscuridad del espacio y captarán la antigua luz de soles distantes y muertos hace mucho tiempo, situados en los confines del universo observable. Esta luz inició su recorrido hace más de 10.000 millones de años, varios miles de millones de años antes de que el colapso de una nube de polvo interestelar diese lugar a la formación de la Tierra. La velocidad de la luz es alta, pero no es, ni remotamente, infinita.

Comparada con las enormes distancias que separan las estrellas y las galaxias, su lentitud puede ser frustrante; hasta tal punto que nosotros mismos somos capaces de acelerar objetos diminutos hasta velocidades extraordinariamente próximas a la de la luz con máquinas como el gran colisionador de hadrones, de 27 kilómetros de longitud, en el Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN), en la ciudad de Ginebra, en Suiza.

La velocidad de la luz

Michael Faraday, hijo de un herrero del condado de Yorkshire, nació en el sur de Londres en 1791. Autodidacta, dejó la escuela a los catorce años para aprender el oficio de encuadernador. Se las ingenió para entrar en el mundo de la ciencia profesional tras asistir a una conferencia que ofreció en Londres en 1811 el científico sir Humphry Davy. Faraday le envió a Davy las notas que había tomado durante la conferencia, y este quedó tan impresionado por su diligente transcripción que lo nombró su ayudante científico.

Faraday llegó a ser uno de los gigantes de la ciencia del siglo XIX, comúnmente reconocido como el mejor físico experimental de la historia. Se dice que Davy afirmó que Faraday había sido su mayor descubrimiento científico. Como científicos del siglo XXI, es fácil sentir envidia al volver la vista hacia principios del siglo XIX. Faraday no necesitaba colaborar con otros 10.000 científicos e ingenieros en un CERN o poner en órbita un telescopio espacial del tamaño de un autobús de dos pisos para realizar descubrimientos reveladores.
El «CERN» de Faraday cabía de sobra en su mesa de trabajo, y a pesar de ello fue capaz de llevar a cabo observaciones que condujeron directamente al abandono de la idea del tiempo absoluto. No cabe duda de que la dimensión de la ciencia ha cambiado a lo largo de los siglos, en parte porque los campos de la ciencia cuya observación no requiere de equipos tecnológicamente avanzados ya han sido objeto de estudios exquisitamente detallados.

Eso no significa que no podamos encontrar en la ciencia actual ejemplos de experimentos sencillos que obtienen resultados importantes, pero sí quiere decir que suele ser necesario utilizar máquinas complejas para producir avances significativos en todas las disciplinas. En el Londres de principios de la era victoriana, Faraday no necesitó nada más exótico o más caro que unas bobinas de cable, unos imanes y una brújula para producir la primera evidencia experimental de que el tiempo no es lo que parece.

La obtuvo haciendo lo que mejor saben hacer los científicos. Dispuso todos los aparatos relacionados con la recién descubierta electricidad, jugueteó con ellos y observó con atención. Uno casi puede oler el oscuro barniz de su mesa de trabajo, moteada de sombras de rollos de cable girando a la luz del gas, porque, aunque el propio Davy había asombrado a su público con demostraciones de luces eléctricas en 1802 en la Royal Institution, el mundo tendría que esperar hasta mucho más avanzado el siglo para que Thomas Edison perfeccionase la bombilla eléctrica hasta hacer posible su difusión. A principios del siglo XIX, la electricidad constituía la frontera de nuestro conocimiento en física e ingeniería.

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